Por Junior Peña
En un mundo donde se confunde riqueza con abundancia, muchos se afanan por llenar la mesa: políticos que coleccionan poder, empresarios que amontonan riquezas y familias que aparentan felicidad entre lujos y apariencias. Pero, ¿de qué sirve todo eso cuando alrededor del banquete lo que impera es la discordia y la contienda?
La Palabra lo resume con sabiduría: “Mejor es un bocado seco, y en paz, que casa de contiendas llena de provisiones” (Proverbios 17:1). Un pedazo de pan compartido en serenidad vale más que un banquete cargado de gritos, traiciones y falsas sonrisas.
El verdadero problema no es la abundancia, sino la forma en que se gestiona. ¿De qué vale un Estado con presupuestos millonarios si sus ciudadanos viven en carencia? ¿Qué gana un empresario con cuentas bancarias infladas si en su empresa reina la explotación? ¿De qué sirve un político alzar la copa en mesas de lujo mientras en los hogares del pueblo apenas hay pan?
El banquete se vuelve amargo cuando la codicia sustituye la solidaridad, cuando la justicia se arrodilla ante el dinero y cuando el poder se ejerce sin responsabilidad. La paz, esa sí, no se compra ni se negocia: se cultiva en el corazón, en la familia y en la sociedad.
La verdadera riqueza no está en la abundancia de lo material, sino en la tranquilidad del espíritu y en la armonía del hogar. Donde reina la paz, siempre habrá bendición. Lo demás, aunque luzca dorado, no es más que un plato vacío en una mesa ruidosa. Esto va no para algunos, sino para todos que creen que el poder se hizo para servirse y no servirles a los demás.